jueves, 19 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: Polos Opuestos

A mis padres

      Ramón y Adolfina han muerto en un corto espacio de tiempo. Llevaban cincuenta y tres años de casados.
      Él un emigrante español, arribó a Cuba, donde ella había nacido. Una mañana la vio y siguió sus pasos. Estos le llevaron a la Iglesia, lugar que él no pisaba. Ella: una cucaracha de sacristía.        
Ramón le pidió a la mujer de un paisano suyo, que también iba a misa y que siempre le decía: “cásate Ramón”, que se hiciera amiga de la catequista. Y obediente, al domingo siguiente, se sentó en el mismo banco donde estaba Adolfina y antes de comenzar el oficio le dijo:
       -Me gustaría ayudarla en la catequesis y llegar a ser su amiga.
       Sorprendida ésta contestó:
       -Será un placer.
       Salieron juntas y ¡qué casualidad! allí en la verja estaba Ramón al lado de su amigo, que tampoco iba a misa, pero que ese día fue a buscar a su mujer para ir a tomar el aperitivo y como la cosa más natural se hicieron las presentaciones.
       No había baile en el pueblo y sus alrededores a los que no fuera Ramón. Ella era un desastre bailando, se le enredaban los pies. Iba a pocos saraos. Cuando coincidían, él siempre bailaba con ella y ella nunca dejó de bailar con él. Ramón sentía pasión por el baile y para Adolfina era un absurdo. Para corroborar su teoría del absurdo, un día dejaron de bailar, se taparon los oídos y ella le preguntó qué parecían los bailarines. Ramón se carcajeaba viendo a sus amigos haciendo piruetas en un mundo de silencio, mientras ella como siempre sólo sonreía.
       Para Ramón todo el mundo era su amigo, Adolfina tenía contadas amistades. Y cuando ella decía que alguien no era de fiar, Ramón le reprochaba que juzgara a las personas tan a la ligera. Adolfina callaba, pero como casi siempre acertaba, Ramón riéndose decía que debido a sus ascendientes gallegos tenía algo de meiga.
       A él le entusiasmaba el teatro y la invitaba en numerosas ocasiones, ella siempre aceptó su invitación e iba acompañada de una amiga de su madre que le servía de chaperona. A él no le gustaba el cine, a ella sí. Él buscaba mil excusas para  ir a cualquier lugar, menos al cine y ella hacía como que comprendía la imposibilidad de ir.
       Un día del mes de enero mientras bailaban un danzón, Ramón le dijo:
       -No finalizará el año sin que nos casemos.
       Ella le miró y preguntó: ¿acaso somos novios? Él soltó una carcajada y no contestó.
      Llegaron las fiestas de mayo y Ramón bailó todos los días y con todas las chicas del pueblo. Adolfina no podía salir de casa, salvo a misa, porque guardaba luto por el marido de una tía lejana. En cuatro meses casi no se vieron.
      A primeros de septiembre la madre de Adolfina le preguntó qué relación tenía con Ramón. Amigos, contestó ella. Su madre mirándola fijamente preguntó ¿seguro?
       -Sí  -respondió Adolfina.
       Entonces, no me explico, dijo pensativa su madre, si solo sois amigos ¿cómo es que nos ha pedido tu mano?
      Se casaron el 29 de diciembre de 1943 dos días antes de que venciera el plazo.



Publicado en: Cartílagos de tiburón
Edición: Taller de Escritura de Madrid
Madrid 2005




miércoles, 18 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: Travesuras


Foto: Anne Geddes

Somos tres hermanos. Paco, Pepe y Pico. Nacimos uno detrás del otro con un intervalo de quince minutos y a partir de ese momento nos llamaron, no sabemos por qué, insoportables, irritantes, latosos. Y lo único que hacíamos era dormir durante el día y berrear por la noche para hacer fuertes nuestros pulmones. Comenzaba el primero, cuando se cansaba, comenzaba el segundo y luego el tercero. Nunca nos agradecieron que no lo hiciéramos los tres a la vez.
Nuestro pueblo con sus montañas a lo lejos, el mar más cerca y un río que fluye tranquilo, estaba pidiendo a gritos el barullo que nosotros estábamos dispuestos a darle. Conocíamos todos sus rincones mejor que los perros y gatos que pululaban a sus anchas.
El médico, un despistado, se dejaba puesta la llave de su jeep, el único que había en el pueblo. Y un día nos encaramamos en él. Arrancar, arrancó. Todo iba bien hasta que fuimos cayendo, despacio, eso sí, por la hondonada que lleva al río, allí quedó sumergido hasta la mitad y con mucho esfuerzo, salimos de él a barrancas y trancas. Nos llevamos un buen susto y como es lógico nos escondimos.
Alguien vio el jeep y dio la voz de alarma. Cuando nos encontraron tras dieciocho horas de búsqueda, nuestra madre lloraba mientras nuestro padre sacaba los correas de las trabillas de sus pantalones, serio, despacio y mirándonos. Menuda paliza.
Nos castigaron a trabajos forzados, a limpiar de rabo a cabo la iglesia parroquial y pintar las cercas de los patios. Y eso no fue justo. Cada falta un castigo. No dos, ni tres. Uno. Creemos que los mayores sintieron envidia, porque mejor proeza nunca hicieron ellos.
Nuestra intención fue dejarles descansar una semana pero nuestro progenitor que no sabe estarse quieto se postuló para alcalde. Daba mítines por todos los pueblos. Y sus hijos no iban hacer menos. Un  día al salir de clases hicimos una concentración, esta vez de protesta, enseñando las huellas que aún se podía ver en nuestros cuerpos y pidiendo que no votaran a nuestro verdugo porque si eso se lo hacía a sus hijos qué no haría a los ajenos.
Nuestro minuto de gloria duró el tiempo que necesitó nuestro padre para subir al escenario y bajarnos de allí asidos como conejos. De paso compró tres cadenas con tres candados en una ferretería. Al llegar a casa ató nuestros pies a las patas de nuestras camas sin acordarse que se podían desenroscar; lo que hicimos, y sin pérdida de tiempo, salimos a la calle con estruendo de grilletes para denunciar al mundo que la esclavitud… seguía vigente.

domingo, 15 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: Mujer desesperada

El grito: Edvar Munch



No estaba muy contenta con Dios.
A sus cuarenta años aún le seguía rogando que le diera descendencia. Él debería saber que ella era una buena cristiana, que confiaba en él, que sin su ayuda no era capaz de salir adelante. Parecía sordo.
Se casó con veinte años. Su ilusión: una docena de hijos. Todas las noches pedía lo mismo en sus oraciones.
Mira que se esforzó. A todas horas. Hizo de la máxima “ora et labora” su guía de conducta. Dios no la escuchó y los hijos no llegaron. Lo que hizo Dios fue llevarse al marido en un accidente.
Se volvió a casar. Nada. A Lourdes se acercó; a Santa Casilda fue; se sometió a una veintena de tratamientos en las mejores clínicas. Nada.
Al parecer tanto esfuerzo agotó al segundo marido y una mañana no despertó. Tanta desventura la sumió en una profunda melancolía. Dejó de rezar, dejó de ir a misa, se quejó amargamente ante Dios por no haber escuchado todas sus plegarias.
No volvió a salir. En pie al amanecer desayunaba, leía, bordaba, comía, cenaba, dormía y otra vez de nuevo. Y así pasaron los meses. La servidumbre no sabía qué hacer para devolverle la alegría de vivir. Al llegar las fiestas de Navidad les conminó a que se fueran con sus familias. Ella prefería quedarse sola en casa.
El día de Navidad cayó en domingo, se levantó como siempre y estaba desayunando cuando oyó el timbre. ¿Quién podría ser tan temprano? A lo mejor era su cocinera que no se resignaba a dejarla sola. A regañadientes se acercó a la puerta, miró por la mirilla. Nadie. El timbre volvió a sonar. Ella volvió a mirar. Nadie. A la tercera llamada abrió antes de que el timbre dejara de sonar. Nadie. Sintió un roce en el tobillo. Al abrir aquel enredo de telas supo que era su regalo de Navidad. Un niño precioso le sonreía. Lo tomó en brazos y lo atendió con una práctica que a ella misma le sorprendió.
Llamó a la Comisaría, a Protección de Menores, al cura de su Parroquia. El primero en llegar fue el sacerdote y ella le pidió que bautizara al pequeño, no fuera a ser que se lo quitaran y consideraran “no necesario” administrarle el Sacramento. Y como la cosa más natural del mundo se le llamó Jesús.
Con el barullo de las fiestas las autoridades consideraron pertinente que se quedara con el niño hasta que se decidiera su suerte. Feliz, lo aceptó de inmediato. Los días de esa semana fueron los mejores de su vida. Entretanto tejió la urdimbre necesaria entre sus destacadas amistades para quedarse con el pequeño.
Su sorpresa fue mayúscula cuando al domingo siguiente sucedió lo mismo. La única diferencia visible fue que esta vez era una niña: María. Volvió a darle gracias a Dios.
Y así cada domingo fue una réplica del anterior. Cincuenta y dos domingos en el año, cincuenta y dos bebés.
Al llegar de nuevo la Navidad rodeada de todos sus vástagos, se arrodilló ante el pesebre, ante una imagen del Sagrado Corazón, ante San Judas Tadeo, Santa Rita de Casia, la Virgen de Lourdes, Santa Casilda, la Milagrosa, ante todos los que había estado molestando con sus rogativas para pedirles que parasen, que ya se sentía más que satisfecha, que no podía más, no tenía espacio, no tenía manos, no tenía aliento.
Y se oyó una voz:
-Tranquila mujer. No habrá más entregas. Solo quería que supieras que todas tus oraciones fueron escuchadas, atendidas y procesadas. Y todo esto requiere: tiempo.       

Amantes de mis cuentos: Maneras de pensar

          




Mi mejor amigo es ateo. Yo soy creyente. Lo digo porque esto a él le trae por la calle de la amargura.

Nos vemos todos los días. Nos sentamos en un banco de madera ya que suelen ser más cómodos que los de cemento. Estamos en “paro”.

Y cada día saca el mismo tema de conversación, intenta convencerme racionalmente de la “no” existencia de Dios. Se exaspera cuando al término de su perorata y su consabida pregunta, contesto:

-Yo no discuto si existe o no. Yo quiero que Dios exista.

Ha hecho un curso de Teología aplicada para estar bien ducho en la materia, yo sé de religión lo que me enseñaron en la Catequesis.

Me acompaña a misa para terminar criticándolo todo, que si el oficiante es un cura de misa y olla, que si es una rata de Seminario, que si es un hipócrita asotanado.

Le pido que se tranquilice, si Dios no existe no tiene que tener en la boca cada dos por tres su nombre y me suelta que el culto a la verdad es uno de los ejercicios que más eleva el espíritu y lo fortifica. Así que el día que toca practicar con la verdad saltan chispas.

Yo le digo que por creer en un Ser Superior es por lo que intento cumplir con los mandamientos de la Ley de Dios. Me contesta que él cumple con todos los mandamientos sin tener que creer en Él.

Teme que si no pensamos igual, llegará un momento en que dejemos de ser amigos.

Tan fuertes han llegado a ser sus conocimientos en religión que le ofrecieron trabajo en el Arzobispado de la ciudad que nos vió nacer. Y lo aceptó.

Yo sigo en el “Paro”.   




© Marieta Alonso Más

sábado, 14 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: Elogio a una hortaliza

Las cebollas: Auguste Renoir

Mi psicóloga me recomendó leer libros trágicos, ver películas tristes, dramas en el teatro, que frecuentara la compañía de personas desdichadas para que se disipara mi angustia a través de las lágrimas. Nada surtió efecto. No brotaban de mis ojos.

El allium cepa fue mi salvación. Se dice que es una de las primeras plantas cultivadas y que procede de Asia Central. Se dice que a los egipcios les hizo buen provecho y que más tarde griegos y romanos alimentaron a gladiadores y legionarios, con un mejunje parecido a lo que hoy se llama «salsa provenzal». Era su forma de obtener fuerza y musculatura como apreciamos en el cinematógrafo.

Dejando la historia a un lado, he de reconocer que disfruto cuando cada día, la coloco sobre una tabla de madera y voy haciéndola trocitos. Lloro a mares, me quita la tos, hace que me sienta genuinamente feliz. Con ella mis sentidos se alborotan. Su olor me llena, me arrastra hasta el infinito, cuando siento que se me hace la boca agua. 

También a través del oído he llegado a venerar este manjar, al leer en voz alta una de las más tristes canciones de cuna, canción de ausencia, de añoranza, de gran carga emocional.

Pero es a través de la vista cuando me ha llegado el éxtasis. El cuadro de Renoir. Su colorido, la fragmentación de su pincelada, la luz de la naturaleza, la voluptuosidad de su forma. Esta hortaliza, me llevó a las alturas y me sentí un alma gemela de este pintor excepcional, que fue capaz de descubrir la belleza, allí donde nadie, nunca antes la había visto.

Jamás pensé que, a través de esta simple planta herbácea, mi amada cebolla, llegara a alcanzar tal estado de bienestar, tal sosiego, tal conocimiento de las artes, tal llantina.

 

© Marieta Alonso Más

 

viernes, 13 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: La lotería

     

Ricardo fue un cubano, hijo de españoles, casado, con doce hijos, que trabajaba en una bodega de su pueblo.
      Allá por los años treinta tuvo la suerte de que le tocara la lotería. En aquel entonces fue un gran pellizco de riqueza.
      Desde el momento en que cobraron su premio, aquella familia en la que el padre trabajaba en la calle, la madre en la casa y los hijos estudiando gracias a becas, dio tal vuelco, que era imposible reconocerlos.
      Ir de compras a las mejores tiendas de La Habana empezó a ser algo cotidiano. Se compraron smoking, trajes de noche, contrataron un taxi para su uso particular y no hubo teatro o cabaret que no fuera visitado por toda la familia. Eran de ese tipo de personas que teniendo dinero no había amigos ni parientes pobres. El dinero duró, a ese ritmo, dos años escasos. Al acabarse todo volvió a la normalidad. 
La comidilla del pueblo era el despilfarro de esa riqueza que les había caído del cielo, que no habían pensado en el mañana, que habían actuado de forma alocada, que no habían invertido ese dinero con sentido común. Ni siquiera tenían casa propia. No habían previsto llegar a la vejez con una economía saneada.
     Los comentarios cesaron treinta años después cuando, con el nuevo régimen político, todas las propiedades pasaron a manos del Gobierno. Los que habían pensado en el mañana se quedaron sin nada, menos Ricardo, al que no le pudieron quitar lo que ya había disfrutado.



Publicado en: Cartílagos de tiburón
Edición: Taller de Escritura de Madrid
Madrid 2005



Amantes de mis cuentos: Quise




Quise que esa luna redonda y anaranjada que me perseguía se situara sobre mi cabeza envolviéndome con su luz. 
De un salto, me hice con ella y la encerré entre mis brazos, que resultaron cortos. 

La froté y pegué mi mejilla a su lado oscuro. 

Quise que me diera su apoyo para acarrear lo que no podía con mis manos sostener, y me dio las suyas.

Quise que me diera una familia para enfadarnos, gritar, llamarnos de todo y poder olvidar lo dicho, y sentí su brisa; quise que me deseara, que me sedujera, se negó; quise darle la espalda y me dio la vuelta. 

Quise ojear la casa de mi niñez, la calle mayor de mi pueblo, la iglesia donde me bautizaron, me llevó hasta allí; busqué a los amigos, me senté en el centro de la plaza con las piernas entrecruzadas, toqué la humedad del pavimento, me recosté en la Ceiba, y me sentí fuera de lugar.




Publicado en: Los inquilinos de El Aleph
Edición de Clara Obligado y Camila Paz.
Madrid 2011
© Marieta Alonso Más

Amantes de mis cuentos: Un dolor de cabeza






La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido
Jorge Luis Borges.





Mi fontanero no tuvo ocasión de pasar más allá del quinto curso de primaria. Eran tiempos difíciles.  Su pasión es la lectura en sus ratos libres, por lo que se ha ido haciendo de un vocabulario extenso, con una ortografía aceptable y unos conocimientos generales con enormes lagunas.

Devora todo libro que cae en sus manos, y luego a solas con su imaginación corre mil aventuras con sus personajes favoritos. Julio Verne le hace soñar, y como es hábil con las manos emula sus maquinarias fantásticas. Quiso ir más allá y se adentró en los clásicos. Palabra que no entiende, la busca en el diccionario, ahora lo lleva siempre bajo el brazo. No comprende por qué algunos escritores deslizan palabras en otros idiomas, esto no le facilita la lectura. 

Entre el trabajo y su afición literaria se siente feliz, hasta hace pocos días en que se topó con Borges. La bibliotecaria le dijo que era un escritor argentino, nacido en 1899, inteligente, bilingüe, de una vasta sapiencia, con una progresiva ceguera, y puso entre sus manos El Aleph, una recopilación de diecinueve relatos entre los que hay uno que también se llama así.

Antes de apoyar el diccionario en sus rodillas y abrirlo, tuvo que leer el cuento varias veces.  Había tantas citas, datos históricos, enigmas... 

Supo que el título es la primera letra del alfabeto hebreo, la que el pueblo escuchó directamente de la boca de Dios, el símbolo de su Voluntad, del Universo. Claro que también leyó que en matemáticas así se le llama al número cardinal que caracteriza la potencia de un conjunto. Nunca se le había ocurrido pensar que todos los alfabetos tienen una primera letra. Buscó y encontró alfa y omega, principio y fin del alfabeto griego. Pues en español tenía que ser la a y la z. Mucho más fácil.

Este cuento le introdujo en un laberinto, y no se sintió capaz de encontrar la salida. Buscó y leyó que para Borges el laberinto es la prisión en que está encerrado el hombre, el lugar donde encontrará la muerte, que el tiempo es intemporal y que la identidad solo se conoce a medias.

Siente como si tuviera un tornillo flojo en la cabeza. Para empezar, el protagonista del cuento también se llama Borges, se le muere una tal Beatriz y es tan profundo su dolor que sigue yendo a su casa donde un primo de la muerta le atosiga con unos espantosos poemas. El trata de inhibirse. El primo un día le lleva al sótano para enseñarle el Aleph y Borges lo ve... y a través de él observa el mar, Londres, racimos, nieve, tabaco, vapor de agua, desiertos, el Universo. Y se entera de lo casquivana que fue Beatriz.

No ha leído nunca nada más ambiguo y desconcertante. El choque con lo fantástico le da miedo, se siente amenazado. Al final, ni el mismo autor recuerda si vio o no vio el Aleph y suelta que la mente es porosa. No puede ser pero es. Está escrito.

Eso de poder leer el cuento de múltiples maneras le pone nervioso, hasta le hace desear hablar con Borges. Lo intenta. Imposible. Murió en 1986.  






© Marieta Alonso Más

Amantes de mis cuentos: Matrimonio al garete

     
Me ha dicho mi amiga que Loreto se ha divorciado. No es posible. Loreto tiene una cara preciosa, siempre se está riendo, no es muy alta y tampoco tan delgada como exige la moda actual, pero en sus formas está muy bien proporcionada.

Para los griegos la inteligencia era azul y, si buscamos la gama de los azules, Loreto es azul claro, no destaca, pero nunca haría el ridículo en una reunión de intelectuales pues sabe escuchar y eso es de inteligentes. Para los Celtas, el azul, era el color de la verdad y en ella se puede confiar.

Con tantos atributos ¿cómo es posible que su matrimonio fracasara? Claro que su marido Fernando es pelirrojo y este color según los entendidos trae mal fario. Dicen que Judas Izcariote también era taheño y es un color que asocian al adulterio. Y justo Fernando tuvo una explosión del color de su cabello una tarde soleada de marzo.

Loreto se había ido de compras con una amiga y regresó más temprano de lo esperado encontrándose a su marido y a una vecina en su propia cama. En ese intervalo de tiempo que existe hasta que se reacciona, Loreto, sintiéndose traicionada, pensó que era cierto ese refrán popular “por la caridad entra la peste”. Esa vecina, la misma que ahora estaba desnuda en su cama, había recibido todo el apoyo de Loreto y Fernando cuando a su marido le dio un infarto y luego cuando no lo rebasó, ellos ayudaron a la nueva viuda a nivel personal como económico y por lo que ahora veía Loreto, Fernando se había extralimitado en la ayuda.

Éste saltó de la cama poniéndose los pantalones, tomó por los hombros a Loreto dándole la vuelta, sacándola del dormitorio camino del salón, al tiempo que le decía: cariño, no es lo que estás pensando.

Loreto quitó las manos de Fernando de sus hombros, se sentó en el sofá, se arregló la falda y le dijo: -Te doy cinco minutos para que inventes una historia que me convenza.

La historia de Fernando no convenció.

Loreto, dando muestras de una gran delicadeza, le dijo: Me voy y cuando regrese no quiero ver a ninguno de los dos en casa e intenta no dejar rastro de vuestra presencia. Mi abogado se pondrá en contacto contigo.

Regresó pasada las doce de la noche y tal como había indicado encontró su casa. Puso la llave en la cerradura y pasó el pestillo. En la cocina se preparó algo para cenar y se acostó en otra habitación. Lloró sin consuelo durante toda la noche.

A la mañana siguiente, efectuó varias llamadas por orden de importancia. A su sucursal bancaria, a su trabajo, a su abogado, a sus padres, a un transportista que esa mañana sacó la cama matrimonial de la casa, la llevó a un aserradero y la hizo leña, a una casa de limpieza para que desinfectaran la habitación, cosa que hicieron esa tarde, a su amiga, la misma que me comentó lo sucedido, no llamó a los suegros, eso era cosa de Fernando.

Al llegar la noche, todo lo que se había propuesto hacer estaba hecho. Se imaginó en el nuevo papel que le tocaba representar y pensó que le hubiese gustado más el papel de viuda. Entró en el dormitorio y al ponerse el pijama de raso amarillo que tenía bajo la almohada, le vino a la mente la muerte de Molière. Se acostó. Lágrimas de dolor pugnaban por salir. Cerró los ojos con fuerza para evitarlas y un arco iris de colores estalló en su mente. Cada color le mostró un camino. Despacio se sentó en la cama. Se levantó. Y cambió su pijama por uno de color verde.



Publicado en: Cartílagos de tiburón
Edición: Taller de Escritura de Madrid
Madrid 2005
© Marieta Alonso Más

Amantes de mis cuentos: Idiomas

Foto: Ángeles Alonso


Me voy de viaje. En avión. Subo las escaleras de la mano de mi padre, hace mucho calor, cuando las bajo hace frío y viento.

Hemos llegado a Nueva York. Aquí se habla inglés. Mi mamá habla idiomas. Mi papá y yo español.

Llevamos un mes en esta ciudad. Hemos estado viviendo con unos amigos hasta que mis padres han encontrado trabajo. Ahora dormimos en nuestra casita de Brooklyn que también es Nueva York. Mi mamá va muy elegante a su trabajo, está en una oficina. Mi papá parquea carros. Viste un mono.

El primer día que fui al colegio la profesora me sentó en una mesa con otros niños. Estaban haciendo un rompecabezas, así que hice el mío en un santiamén. La profesora me revolvió el pelo.

Las vocales y los números se escriben igual que en español pero las llaman de otra forma. Intenté hablar en inglés pero no me salió. Así que estuve todo el tiempo callado.

En el recreo un niño me tiró al suelo. Allí me quedé despatarrado. Entonces, vino otro niño y le empujó más fuerte y por las señas que hacía le dijo que no volviera a tumbarme nunca más. Mi nuevo amigo me ayudó a levantarme, me sonrió en español y nos dijimos adiós con las manos.

Al día siguiente lo busqué en el patio. Cuando le encontré nos sonreímos pero cada cual se fue por su lado. Él, con los niños de su clase, y yo a sentarme en una esquina a esperar que comenzara la mía.

Después de varias semanas la profesora se explica mejor. Mi mamá me dijo que era yo quien poco a poco iba comprendiendo lo que ella decía. Sigo sin decir palabra en clase. 

Un domingo mi papá me llevó a jugar al parque. Y allí estaba mi amigo. Me acerqué, nos sonreímos como siempre y cuando me fui a marchar él me siguió. Yo corría y él venía detrás, nos subimos a una canal y nos tiramos uno detrás del otro. Estuvimos toda la mañana jugando. Mi papá se reía al verme tan feliz.

Ayer se me soltó la lengua. Dejé boquiabiertos a la profesora y a todos mis compañeros. Llegué a casa gritando:

-Mami, mami, ya hablo inglés. Soy el más listo de mi clase.

Mi madre, como siempre, no tardó nada en bajarme de las nubes. Y es que ella sabe francés, alemán, inglés y español.

¡Caray! Nunca alcanzaré a mi madre.

Aunque pensándolo bien, a lo mejor hablo francés y alemán y aún no lo sé.



Publicado en:
Revista El Humo, México 2010
Revista Groenlandia, nº 16. España 2013



© Marieta Alonso Más

jueves, 12 de abril de 2012

Amantes de mis cuentos: Papá Noel








Me molesta ese afán de Rebeca por meterse en todos los charcos. No sé como puede tener tantos amigos, si a mí, ella, a veces me sobra. Ahora se le ha ocurrido pedir dinero, juguetes, comida, para entregarlos personalmente a unos desharrapados. Pretende, la ilusa, que la ayude en la entrega de los juguetes. Ella sabe perfectamente que no me gustan los niños. No los soporto. Me parecen los seres más egoístas del universo.
        
La tía es muy sutil. No levanta la voz. No me lleva la contraria. Se cree que no me doy cuenta. Tiene un disfraz de Papá Noel, que mira por donde, al único que le sirve es a mí.
       
Se lo dije: primera y última vez que me visto como un mamarracho. Y aquí me tiene a la espera de que finalice el teatro con el que se le ha ocurrido entretenerles. Ya viene a buscarme. Se me echan encima. Es por los juguetes porque a mí lo niños nunca me han hecho caso. Uno de diez años se acerca:
       
-Se te está cayendo el gorro y eres calvo. 

Me callo a tiempo.

Siento que me tiran de la pernera. Miro hacia abajo y veo a un mocoso, no por la estatura, es por los mocos que tiene en la cara.

-¿Qué quieres? 

Le digo de la mejor manera. Y el mierdecilla que me mira.


Toma un juguete. Lo coge y que se queda mirando.

¿Quieres caramelos? 

Me extiende la mano libre. Y sigue mirándome. Para que no me oiga Rebeca me agacho y le digo al oído:

¿Qué coño quieres? Y me suelta:

Un beso, Papá Noel.





© Marieta Alonso Más


Publicado en: Jonás y las palabras difíciles
Colección Nuevos Narradores. 5
Edición de Clara Obligado
Madrid 2010