jueves, 6 de febrero de 2014

Ramón L. Fernández y Suárez: Historias del Mediterráneo núm. 2


Montemar


I


María de la Circuncisión era hija bastarda del primer conde de Montemar, quien a su vez ostentaba el por aquel entonces ya obsoleto señorío de Sacromonte. Cuando entró como novicia en el convento de clarisas contaba apenas veinte años y fue obligada a hacerlo para borrar del mapa su presencia incómoda dentro de la estrechez de aquella sociedad rural. Fue dotada por su padre para dicho ingreso cuando, a resultas de una epidemia de tercianas, su madre abandonó este mundo entre grandes calenturas y mayor preocupación por el futuro de su hija.

Nunca profesó. Tras tres años de vestir el hábito de las novicias y habiendo recibido la noticia del fallecimiento de su progenitor y aparente benefactor altruista, decidió escapar de aquella santa casa donde nunca estuvo a gusto con la disciplina que le habían impuesto, previa confabulación con un avispado jardinero quien entrevió la posibilidad de un cómodo y discreto escape para su sexualidad siempre reprimida.

Venancio había visto ya pasar cincuenta y cinco primaveras y esa diferencia se le antojaba una fácil vía de acceso a satisfacciones nunca disfrutadas, amén de inmediata compañía y seguridad para su ya previsible senectud.

- Si nos marchamos a mi pueblo, cerca de Puente Genil, no nos faltará acomodo. Tengo cuatro o cinco fanegas de tierra que heredé de mis abuelos y ellas nos darán sustento. Como nadie te conoce allí, no tendremos sobresaltos.

- ¿Y qué diremos al cura cuando vayamos a casarnos?

- Ay, niña, nadie está hablando de casorios. Además, ¿qué falta hace? Si yo seré como tu esposo y de ti solo demando compañía, diligencia y buen decoro.

- Por eso, por decoro, no habrá juntamiento sin bodorrio.

- Bien, tesoro, ya de eso hablaremos cuando nos organicemos. De momento, vamos a dar por convenido este arreglito.

En tierras de Córdoba se instaló la pareja fugitiva. Al marchar furtivamente no pudo la novicia arrepentida reclamar la dote que entregara su progenitor. Renunciaba de esa forma a tan exiguo montante de riqueza. No obstante, María de la C., como ahora gustaba ser llamada, nunca fue mujer de escasos recursos naturales. Como su provecto amante no parecía ceder a la presión matrimonial, logró al menos convencerle para hacer creer a todos (los pocos vecinos y jornaleros del lugar) que eran tío y sobrina, nacida de relación extramatrimonial de una difunta hermana del ex-jardinero. Si todos o solo algunos daban crédito a dicha invención, poco  importaba. Se arregló la destartalada vivienda de la finca tras dimes y diretes con algún vecino por cuestión de lindes. Se restauró el brocal del pozo largamente abandonado,  se restableció el cultivo de los olivares y se recuperó la cría de ganado –ovejas y aves de corral. Dos años más tarde, la sobrina-amante se había adueñado de la administración y Venancio, satisfecho con los calores del tálamo ilegítimo, dejaba hacer a quien llamaba “mi bonita salvaora”.



II



- ¿María de la Consolación?-preguntó el visitante sin apearse de la jaca.

- Para servir a Dios y a usted.

- Digo  yo, que si no anda por aquí el Venancio Montoro. Soy el alguacil y vengo de parte del ayuntamiento.

- El tío marchó al campo esta mañana antes del alba y no suele regresar hasta media tarde. ¿Puedo ayudar en algo a su merced?

Lentamente bajó el oficial de su montura, miró en derredor con displicencia y atusando su grueso bigote gris, dijo a su interlocutora:

- ¿Hace usted misericordia con un pobre sediento?

- ¿Algo de vino o agua fresca del botijo?

- Mejor de lo primero, digo yo que el agua es para las ranas.

Sentado junto a una mesa de gruesas y gastadas tablas de olivo que sombreaba un algarrobo, echó un par de tragos provenientes de un fresco y húmedo pellejo que ella le alargara.

- ¿Y dices que no vuelve hasta la media tarde, pichoncito?

- Eso dije, caballero.

- ¿Y te deja siempre sola en lugar tan apartado?

- No suele haber peligros por estos parajes. Bandoleros y contrabandistas menudean por otros lugares.

- No sé yo. No me apartaría tanto de tan rica prenda. Lobos hay en todas partes.

María de la C. fingió ruborizarse mientras calibró las intenciones del osado visitante.

-María, ¿es Consolación o es Circuncisión tu verdadero nombre?

Ahora sí se encendió el color de sus mejillas, pues comprendió al punto la moza el chantaje al que intentaban someterla.

- Bien, como nací en la misma fecha en que se recuerda la toma de Granada, debió mi madre escoger entre Victoria o el de la festividad que la Iglesia aquel día celebraba, ocho días después de la Natividad. Así, se decidió por el segundo, dado que pensó sería de mayor originalidad.

- Ya veo, ¿y te cambiaron el nombre las clarisas?

- Nunca profesé,-confesó resueltamente la interpelada-por ello no llegué a perder el nombre- y ya, tomando aquel toro por los cuernos, preguntó:-¿qué más sabe, su merced, de mi pasado?

- Poco más, preciosa,- dijo mientras se incorporaba el caballero.- Di al tío Venancio que alguien del consistorio quiere verle. Quizás alguna oferta quiere hacerle.- Dicho esto, intentó acercar su boca a la mano de la moza quien, entre sonrisas rechazó el cumplido.

Ya de regreso el tío Venancio, no soltó ella prenda sobre los comentarios que le hiciera el alguacil. Mencionó solo la visita y el cometido que trajera al visitante. Montoro frunció el ceño sin añadir tampoco un comentario. Aquella noche no hubo jolgorio sobre el tálamo. Volvió pronto la espalda el labrador y su pareja tuvo gran dificultad para conciliar el sueño. Sospechaba que algún día ocurriría. No era fácil mantener tantos secretos. Su oscuro origen, su escapada del convento, aquella libre unión condenada por la Iglesia: tanta situación irregular al margen de lo establecido no podía augurar futuro estable. Algo tendría que hacerse para dar solución a tanto entuerto.

Alrededor de un mes más tarde, una mañana calurosa, se presentó de nuevo el alguacil:

- A la paz de Dios, mujer.

- Que El acompañe a su merced.

- El caso es que yendo de camino pasaba por estos lugares y pensé: “nunca está de más saludar a los amigos”, por ello vengo unos instantes. ¿Da usted permiso?

- Sea bienvenido su merced, aunque mi señor tío está en el campo.

- No tenga usted cuidado, moza, que soy honesto y buen cristiano.

Nada sorprendida ante dicha circunstancia (en el fondo siempre supo que aquella primera visita tendría continuación), se despojó del delantal María Circuncisión y arrimándose a la jaca acarició su lomo con ternura  al tiempo que afirmaba:

- Bonito animal, ¿desde cuándo lo posee su merced?

- Este animal podría ser tuyo en el momento en que lo quieras, y el jinete que lo monta gustoso cambiaría su grupa por la de tan fina jembra.

- Me sorprende su merced con tan inmerecido halago.

Ya encendida su viril pasión, desmonto4se el caballero y, acariciando gentilmente la mejilla de su interlocutora, susurró junto a su oreja:

- Serías dueña de muchas más cosas si te vienes conmigo al paraíso.

- ¿Sabe por dónde cae eso su merced?

- Para mí estará donde quiera que tú estés…

Tres días más tarde, mientras disponía las modestas viandas que constituían el almuerzo campero de su amante, así dijo a éste María Circuncisión:

- Me avisan que es momento de trasladar de sitio las cenizas de mi madre, cuya alma en gloria esté. Por tanto se requiere mi presencia en el camposanto de mi pueblo. Supongo que dará usted permiso para ausentarme durante dos o tres jornadas. Ya me ocuparé de dejar todo apañado para que no me eche en falta su merced.

- Si solo son un par de días y para cumplir con tan piadosa obligación, puedes ir con Dios.

- Gesto que me compromete aún más con mi señor.

Cumplido el plazo que anunciara la viajera sin que se produjese su regreso, la suspicacia desplazó de sitio a la confianza en la mente de su otrora seductor, quien ahora decidió responder a la solicitud del consistorio, y al presentarse allí conoció de una tacada el reclamo de las cantidades atrasadas que debía abonar como pechero de aquel censo y, además, la nueva fuga de su amante con el alguacil.   

     
III
          

    Jardinero, alguacil y pescador, amorosa trinidad de María Circuncisión



Tres años después de su segunda fuga hallamos a nuestra heroína firmemente asentada en la costa almeriense. Aquí llegó del brazo fugitivo de Don Luis, el alguacil, a quien no más llegar ofrecieron enrolarse para una expedición de bélico castigo contra los muchos piratas que habitaban Berbería. Poco pudo disfrutar el improvisado militar de su nueva situación dado que en la primera escaramuza, tras desembarcar cerca de Orán, hubo de sucumbir ante las armas sarracenas. No obstante, no quedó del todo mal situada su ahora viuda-concubina. Como fruto de esta unión habían venido al mundo dos hermosos vástagos: un chico muy moreno y mofletudo que ahora corría con frecuencia por la arena de la cercana playa, y un ángel delicado que ascendió al cielo antes del bautismo.

María Circuncisión, como hemos dicho mujer de amplios recursos, redistribuyó las estancias de la modesta vivienda próxima a la costa que adquirieran al llegar a Vera con los exiguos dineros que portara el ex -alguacil y, reservándose dos aposentos, abrió una tasca (más tarde devenida en suerte de colmao) para vivir sin tener que dedicarse a tareas de servicio que, por otra parte, no abundaban en la zona.

Poco tiempo después de su llegada a estas latitudes donde nadie conocía su pasado y era para todos la viuda de D. Luis de Gámez, honorable caballero que dejó su vida defendiendo el interés del rey y la seguridad de sus paisanos, conoció Circuncisión a Paco Clavero, natural de la vecina Garrucha y viudo joven de antigua familia pescadora. Ambos tuvieron su primer tropiezo una límpida mañana de mercado mientras descargaba él sus capturas de la jabega en la que habitualmente faenaba.  Ella, avispada, preguntó precios antes de escoger una merluza.

- No una, sino dos te doy por cada uno de esos ojos brujos.

- No creas que van a colar conmigo las tonterías que dices a todas.

- Lo que yo en ti colaría no te va a resultar ninguna tontería…

Tres meses después y tras pasar por vicaría, la fortificada iglesia veratense de la Encarnación fue el marco donde se consolidó el destino de María Circuncisión. Había nacido a finales del siglo anterior, vivió la entronización de la nueva dinastía. Su propia biografía parecía desarrollarse al ritmo de los tiempos. Bélicos aconteceres dieron marco a las inseguridades de su infancia. La accidental y transitoria unión de sus progenitores nunca hizo presagiar una existencia estable y regular dentro de una España regida a medias entre la Inquisición y la Farnesio.

La mujer del pescador Clavero fue madre entonces de nueva progenie. Bárbara y Antonia Isabel fueron bautizadas con nombres que reproducían las modas cortesanas del momento, hecho éste que aún parece repetirse tradicionalmente entre los ciudadanos donde reina  Su Católica Majestad. Venancio hijo continuaba, en cambio, creciendo en casta y vigor cual novillo en la dehesa; mas una mañana de triste recordación para su madre, solicitó permiso para enrolarse en una leva que requería brazos fuertes y ambiciosos para las naves de su majestad con destino a las posesiones de ultramar.

- Hijo, ¿y si enfrascado en cruentas luchas llegaras a perecer en tan lejanas tierras?

- Madre, si una tierra es buena para vivir, también lo será para morir.

Enjugó la madre las lágrimas de sus mejillas y con un beso bendijo su partida. Realmente nunca había estado a gusto entre los Clavero. Había éste intentado vanamente interesarlo en las faenas de su oficio, mas no consiguió despertar en el muchacho el espíritu que anima la dura vida de los pescadores. Cada vez que el viento rolaba desde el Este, solía  decir: “todos los desastres vienen siempre de Levante”, quizás aludiendo al hecho de la temprana muerte de su padre.

A occidente, pues, marchó el chiquillo. Sin saberlo, a tierras donde medraban sus parientes ignorados. Carrillo de Albornoz era la sangre, que no el apellido, de su madre y hacia tierras del mítico virreinato del Perú, donde aquellos habían prosperado, le llevaron las velas del galeón cuyos remos impulsaba con sus atezados brazos.

María de la Circuncisión dejó este mundo una deliciosa mañana de las que durante el estío se disfruta junto a las costas andaluzas. Su oscura sangre, repartida a ambos lados del Atlántico, fijó texturas en la sociedad del Nuevo Mundo colonial.


© Ramón L. Fernández y Suárez

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