viernes, 7 de marzo de 2014

Mª Isabel Martínez Cemillán: El Hotel Ritz

Hotel Ritz
Madrid




Cuentan que el rey Alfonso XIII se sintió abochornado cuando algunos de los altos personajes invitados a su enlace con la reina Victoria Eugenia hubieron de alojarse en palacios, palacetes y hasta pisos particulares, lujosos, eso sí, cedidos más o menos voluntariamente, al no existir en Madrid un hotel de lujo al estilo de otras capitales europeas.

Y, ciertamente debió ser así, porque casi recién llegado de su viaje de novios, pidió se hiciera una recaudación entre la nobleza, encabezada por él mismo, a fin de conseguir el dinero necesario para construir el primer hotel lujoso  en la capital del Reino.

El encargado de la gestión fue su amigo y hombre de confianza, Marqués de Guadalmina quien, ante las reticencias de algunos para donar, así como así, varios miles de pesetas, se vio obligado a crear la Compañía de desarrollo del Ritz, en 1908, cuyos primeros socios fueron el propio Guadalmina, el barón Güzburg, el conde de Alviz, el marqués de Ivanrey y los financieros Güell y Caro, entre todos reunieron casi tres millones de pesetas para, de inmediato, empezar la obra.
Cúpula empizarrada frontal del Hotel

Eligieron un lugar céntrico y bien situado, el cerrado y abandonado Teatro Tívoli porque reunía un entorno ideal: la Real Academia de la Lengua, Museo del Prado, edificio de la Bolsa y preciosa iglesia de San Jerónimo tan vinculada a la Real Casa. Y manos a la obra, con tal rapidez que tan sólo un año después, 1910, el Hotel Ritz abre sus puertas al público, lujoso y refinado. Claro que el presupuesto había sido ampliamente superado, más de cinco millones habían costado las ciento sesenta habitaciones, cien de ellas “super” porque tenían cuarto de baño y costaban siete pesetas diarias, veinte con pensión completa ¡Cuatro duros! ¡Qué barbaridad! El resto, más baratas, tenían amplios lavabos, y por planta, un baño común, servicios y cabina telefónica. Por supuesto, lujosos y amplios salones, jardín de invierno, salón de baile, “fumoir” para los caballeros, salón de thé y un amplio “hall” de entrada atendido por solemnes y uniformados conserjes.
Hotel Ritz de noche 

Para la decoración, sofás y sillones de Loewe, alfombras y tapices de la Real Fábrica, cuberterías inglesas, vajillas de Limoges y espléndido mobiliario.

El Rey sugirió el nombre del hotel para resaltar que el nuevo hotel madrileño estaba a la altura, incluso superaba, a los Ritz de París y Londres, el director era Antonio Mella, que lo había sido del parisino y el “maitre” era francés.

Pocos meses después, el “Bar del Ritz” era asiduamente frecuentado por la “creme” de la alta sociedad y el más selecto turismo. En su barra, como “barman” un jovencísimo Perico Chicote muy pronto famoso por su maestría en preparar nuevos y casi explosivos “cocktails”. No menos famosas las “Tardes del Ritz”, que incluso se cantaron en conocido cuplé, thé con exquisita pastelería y baile con románticos valses y trepidantes charlestón, el ritmo que causaba furor.

Anécdotas, muchas y sabrosas de conocidos personajes:

Dalí, pidiendo “güisqui”, para mojarse los dedos y atusarse sus puntiagudos bigotes. Fleming al que “chiflaban” los callos y el cocido y pedía envases para llevárselos a casa. El rey de la Arabia Saudita, que el día de su marcha convocó a camareras y botones para entregarle personalmente a cada uno cien pesetas, considerable cantidad en los años cuarenta, y muchas, muchas más, pero que harían demasiado largo el relato.

Todos los empleados recibían una esmerada formación: absoluta discreción, amabilidad sin servilismo, atender y solucionar cualquier petición del cliente, siempre que fuera posible y suma cordialidad, resumida en el lema del hotel “sonreír es una parte del uniforme”.

Ciertamente los tiempos cambian. El Ritz ya no es “el hotel más estricto de Europa”, como alguien dijo. Sigue ostentando derecho de admisión pero no ha tenido más remedio que ampliar el círculo de sus clientes, artistas de cine, deportistas consagrados, grandes empresarios, etc., personas absolutamente dignas pero que quizá en otras, ya lejanas épocas, hubieran sido consideradas como “poco adecuadas”.
         



                                                     



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