sábado, 19 de marzo de 2016

Cristina Vázquez Salinero: El relojero


El Relojero
Norman Rockwell

El señor Guelfenbein hablaba con un acento extraño, pronunciando unas erres muy guturales y mal las haches. Cuando se le caía algo de las manos o se enfadaba por cualquier motivo, soltaba una retahíla de palabras   incomprensible.

Era tan viejo que no parecía de verdad sino un enorme muñeco articulado.

Su relojería estaba en el callejón a la vuelta de mi casa y en invierno, esa parte de la ciudad era  tan heladora que la nieve gris parecía quedarse con  voluntad propia, como una capa sucia o un sudario olvidado; pero siempre brillaba la lucecita de la relojería y para mí era una señal de que el invierno no sería tan largo, o de que a mi madre, esa tarde, le tocaba estar de buen humor. Algunas veces iba a verle  trabajar, aunque siempre pensaba que me echaría a patadas. Era un hombre al que nunca vi sonreír y en los ojos  tenía una luz apagada.

— Hola, James. Si vienes a ver mi delicado trabajo estate quieto y calladito —y levantaba los ojos sobre las gafas como lupas.

— O.K señor Gulfenbin.

— Pareces un niño idiota, y sé que no lo eres. Así no se pronuncia —y seguía con su minucioso trabajo sin hacerme caso.

Me gustaba tanto oírle hablar en ese idioma impronunciable que, a veces, le tiraba algo a propósito para que se quejara y escucharle. 

— ¿Algún día me enseñará a hablar su extraña lengua señor Gu, Gue?

— Si no aprendes mi nombre ¿cómo vas a aprender mi idioma? No es lógico —y enseñaba unos dientes enormes—. Nunca me traes nada para arreglar ¿por qué vienes tanto?

— No lo sé.

Me fui avergonzado pensando que le interrumpía y dejé de ir una temporada.

Un día, a la vuelta del colegio, mi madre me dio una cajita que había llegado a mi nombre con un reloj de pulsera y  una nota. Reloj = UHR, tiempo = ZEIT. Firmado David Guelfenbein.

Cuando volví a la tarde siguiente a darle las gracias, le encontré más reducido de lo que recordaba. Sin mirarme, me saludó en su extraña lengua.

— Gracias por el regalo, señor. Tenga yo le he traído esto —y le regalé la foto de una playa, a la que nunca había ido.
           
— Muy interesante James, muy interesante. Dime, de estos cuatro relojes que están aquí abajo colgados ¿a qué no sabes cual es el más valioso?

— No señor, a mí el que más me gusta es éste —señalé uno.

Él me dijo que se imaginaba que escogería ese, y que le alegraba. Se lo regaló a alguien  con mis mismas iniciales, hacía  mucho tiempo, pero no era el más valioso. Dejó su trabajo, y hundiendo sus dedos en los ojos me preguntó que quería ser de mayor.

— Si pudiera, sería médico.

— Eso está muy bien ¿por qué no vas a poder?

— Es muy caro señor Guelfenbein.

— Por fin lo has dicho bien, hay que celebrarlo —levantándose se fue tras una cortina que siempre estaba cerrada a su espalda y reapareció con una bandeja, una tetera, dos tazas y un plato de galletas.

— Estas galletas son de mi país, me las trae una vieja amiga que las hace.

— Pero ¿cuál es su país?

— Eso no importa, pruébalas.

Llegó el verano y nos fuimos a visitar a mi abuela fuera de la ciudad y al volver, comprobé con desazón que la relojería estaba cerrada. Pregunté y nadie supo decirme qué había sido del relojero.

Al cabo de un tiempo, recibí un aviso de Correos para que fuera a recoger un paquete. Casi no llegaba a la ventanilla, pero quise ir solo. Me parecía que era la primera cosa importante que pasaba en mi vida y con el corazón en el cuello y las manos frías entregué mi papel y mi libro de familia, para demostrar que era yo, pero sin esperanza de que me dieran nada. La señora  gorda, del otro lado del mostrador, me entregó un paquete como una caja de zapatos, envuelto en un papel marrón y atado con un cordel.

Me fui a casa con emoción y un cuidado como si llevara una caja de cristal. Ya en mi cuarto, al abrirlo encontré unas galletas empaquetadas y dos relojes de cuerda, cada uno con una nota colgada. Uno era el que me había gustado, decía "Para mí es un placer que lo tengas tú" al darle la vuelta vi mis iniciales, pero muy desgastadas. Y en el otro "Con la piedra que está en la cuerda podrás hacer tu carrera mein klein doctor".   Samuel Guelfenbein.


© Cristina Vázquez Salinero


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