sábado, 21 de mayo de 2016

Malena Teigeiro: La Matanza

La Nevada
Francisco de Goya y Lucientes 

Nací entre los montes de Lugo, donde los pueblos tienen nombre de santos y los cementerios son abrazados por muros de viejas iglesias; donde las casas de piedra crecen desde el interior de la tierra sin dejar salir las almas de aquellos difuntos que las habitaron. Allí, en el mes de diciembre, se celebra la matanza del cerdo, fiesta a la que siempre vuelvo. 
Me despertaron las risas y las voces de los paisanos. Y sin apenas lavarme, bajo a la cocina en donde me espera un copioso desayuno, regado con dulce aguardiente. Cruzo el espacio entre la vieja casa de piedra y las cuadras. El gorrino, ya subido a la mesa de mármol, grita y se desespera ante su pronto sacrificio. Alcancé a ver cómo un rápido cuchillo, metido por debajo de la pata, le llega al corazón. 
A media tarde, bien comidos y bebidos, tomábamos nuestra queimada, cuando influidos por el vapor del alcohol, los paisanos comenzaron a contar historias de difuntos y aparecidos. Un viejo, relató una, que a todos nos encogió el corazón.
El hijo de los Barxela, acompañado por su mayordomo, vigila la matanza. Al terminar, cuenta los lacios cuerpos de los gorrinos colgados de las vigas. 
—Mouro, aquí falta uno. 
—Amo, han sido los galafates. Nadie de la aldea se hubiera atrevido.
—Pues, no saben a quién se lo han robado. Prepárate, que vamos a buscarlo.
Antón Barxela y su mayordomo salen tras los rateros. Anochece, cuando suben la montaña mientras cae la nieve sin conmiseración, el viento silba y dobla los pocos árboles que en aquellas alturas consiguen sobrevivir, cuando, allá, a lo lejos, perciben que algo se mueve. Perdidos, van tres hombres embozados y un perro, arrastrando una mula con un cerdo atado a la grupa. El mayordomo dispara al aire. El tiro funde el silencio y retumba a través de las montañas. Los hombres se vuelven aliviados. El hijo de los Barxela y el mayordomo se les acercan.
—Hermoso animal llevan ahí.
—Sí, es para la matanza, contesta el viejo. 
—Para la matanza no será, porque ya está bien muerto.
—Así lo encontramos.
— ¡Ah!, pues qué suerte han tenidos ustedes, ¿no les parece?
—Cierto. Pero tal y como se presenta el invierno, bien que nos va a venir en la aldea. ¿Pueden indicarnos en donde cobijarnos? Como pueden ver, nos hemos perdido.
—Claro, no faltaba más. Síganme.
El mayordomo se les adelanta y comienza a andar monte arriba. Cuando se hace de noche, dándose la vuelta, dispara su arma sobre los dos jóvenes.
— ¡Dios mío! ¿Qué es lo que les han hecho mis hijos? —Clama el viejo arrodillado ante los cuerpos de los muchachos.
— ¿Le parece poco? Robarme el cerdo —responde Antón.
— ¿Está usted loco? Le he dicho que hemos encontrado a la mula vagando por el monte.
El mayordomo dispara otra vez contra la cara del viejo.
—Venga, don Antón, volvamos, que esto ya está resuelto.
—Ganas me dan de abrirlos como al cerdo.
—Si es lo que quiere...
Mouro, con una rodilla en el suelo, de sendos navajazos, les abre el vientre. Antes de levantarse, limpia la hoja del cuchillo en los pantalones del viejo, quien parece revivir al sentir el afilado metal en su piel. El viejo se incorpora y a través de una boca ya sin rostro, exclama:
—Barxela, a ti y a tu criado, os emplazo ante el Tribunal Divino, antes de un año. Vuestros cuerpos sin sepultar, serán comidos por animales de rapiña, antes que de ellos se os marche la vida. 
El perro, aullando, se tumba al lado de su amo, mientras que Eco esparce las palabras del viejo dentro de las cabezas de Antón y Mouro, quienes, asustados, huyen del lugar. En su huida, ven venir a tres hombres y un perro, arrastrando una mula con un cerdo atado a la grupa. El mayordomo dispara, pero las balas cruzan los cuerpos una y otra vez, mientras la procesión sigue avanzando. Al llegar a ellos, los hombres siguen su camino cruzando a través de amo y criado. 
Antón y Mouro vagan horas por el monte en el desvariado intento de deshacerse de la maldición del viejo y de los impalpables cuerpos de los embozados.
Dos días después, pálidos y desencajado, con el hielo pegado a sus ropas, aparecen de vuelta con el cerdo sobre la mula.
Mientras la locura se instala en las mentes de Antón y Mouro, pasa el verano y llegan las nevadas del invierno. Una madrugada un incendio arrebata con prontitud la techumbre de madera en la casa de los Barxela. Entre los criados que recogen el agua del pozo hay uno sin cara. Antón reconoce al viejo del monte. Asustado, busca a su mayordomo, que huyendo monte arriba, desaparece entre los árboles. Corre detrás de él. Antes de darle alcance, escucha con pavor los alaridos de Mouro. Al llegar junto al criado, ve cómo una manada de hambrientos lobos, le devora el vientre. Empapado de sudor, cae Antón de rodillas, saca su cuchillo del cinto y de un certero tajo, se corta el cuello. Al olor de la sangre, los lobos abandonan el moribundo cuerpo del mayordomo y saltan sobre él. Los últimos segundos de la vida de Antón, se desparraman sobre la nieve, mientras su espíritu aúlla pidiendo clemencia al cielo.
Después de escuchar la historia, salí al patio y paseé con mi padre bajo un cielo lleno de estrellas. Sentí despejada mi ardorosa cabeza, y me dispuse a partir.
Llevaba unos tres cuartos de hora de camino, cuando detuve el coche. Me bajé para contemplar la bella luz de la luna sobre la nieve. Escuché el silencio. Lo único que se atrevió a romperlo fue el ulular de una ráfaga de viento. ¿Quiénes son esos que me contemplan tan fijamente? Tres hombres embozados caminan hacia mí con pasos apagados, sin tan siquiera sonar el chasquido de la nieve bajo sus botas. Sin tan siquiera ladrar el perro que los acompaña. Sin dejarlos de mirar, entro en el coche. Arranco. 



© Malena Teigeiro

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