lunes, 15 de mayo de 2017

José Carlos Peña: El sombrero

             
                       




Siguiendo una larga tradición familiar que parecía inexorable, antes de cumplir los cuarenta años Fermín estaba ya casi completamente calvo, igual que su padre y su abuelo; y era lógico esperar que sus hijos y sus nietos nacieran también predestinados a convivir con la alopecia.

Pero el hecho de saberse condenado a la calvicie, no le servía a Fermín para mitigar los efectos del clima en su cabeza semidespoblada, porque en verano los ardientes rayos del sol le achicharraban la piel, y derramaban sobre sus ojos y su rostro un sudor tan abundante como desagradable, que no remitía hasta la llegada del otoño. Lo cual no era más que un alivio pasajero, porque los rigores del invierno, gélido e interminable, a punto estaban muchas veces de coronar su cabeza con una gruesa capa de escarcha.

Por eso él añoraba los tiempos de su abuelo, cuando todo el mundo vestía con boina, gorra o sombrero, y no estaba bien visto que un hombre se mostrara en público con la cabeza descubierta. Su abuelo paterno, por ejemplo, utilizaba a diario una boina pequeña y mullida, con un gracioso rabito en la parte de arriba; y los domingos y días de fiesta se calaba un soberbio sombrero negro de copa baja y ala corta que llevaba ligeramente inclinado sobre la frente.

A su padre, sin embargo, le tocó vivir una época diferente, en la que las veleidades de la moda iban desterrando de manera irremisible la costumbre de cubrirse la cabeza, de manera que la boina acabó convertida en un anacronismo, la gorra quedó relegada para la práctica del deporte y el sombrero acabó convertido en algo pintoresco y poco menos que estrafalario.

A Fermín no dejaba de admirarle como su padre, un hombre serio y discreto, había soportado con entereza estas imposiciones sociales, paseando siempre su calva con dignidad, ajeno en apariencia al frío y al calor, a las miradas de los demás e incluso a las moscas que se posaban sobre su cabeza. Porque él, según pasaban los años y observaba con desaliento como su cabellera iba siendo más y más exigua, flaqueaba hasta el punto de arrepentirse de no haber elegido la carrera militar, la de policía o la de bombero para poder llevar así la cabeza cubierta todos los días del año. Porque en su trabajo, que lo obligaba a tratar a diario con clientes, proveedores y directores de banco, sería sin duda motivo de descrédito y cierta rechifla presentarse ante esas personas ataviado con un práctico sombrero, de fieltro en invierno y de paja en verano.

¿Y qué iban a pensar los demás en la pequeña ciudad donde vivía? Pues, seguramente que albergaba pretensiones de hombre elegante y mundano, o de dandi y seductor, o, simplemente, que deseaba llamar la atención; porque el hecho de ser calvo, allí donde a él le había tocado vivir, no era justificación suficiente para adoptar comportamientos extravagantes.

Nunca compartió Fermín estos sinsabores con nadie, ni siquiera con su novia, a sabiendas de que las mujeres, en general, siempre ven las cosas de otra manera; y por eso se sorprendió tanto cuando el día de su cuarenta cumpleaños ella se presentó en el restaurante con dos regalos.

–Solo puedes elegir uno –le advirtió con un tono de voz más enigmático que de costumbre.

Mientras desenvolvía el primero, el más pequeño de los dos, a Fermín le atravesó todo el cuerpo un desagradable estremecimiento, porque el peluquín que contenía era lo más parecido que había visto nunca al lomo grisáceo y puntiagudo de una enorme rata.

Con el segundo, sin embargo, las sensaciones fueron distintas. A él casi se le saltaron las lágrimas cuando sostuvo entre sus manos un maravilloso sombrero inglés, de ala corta y copa baja, como el de su abuelo.

–Gracias –consiguió decir, venciendo a duras penas el nudo que le atenazaba la garganta.

­–Me alegro de que hayas elegido este –respondió ella mirándolo fijamente a los ojos– pero quiero que te lo pongas siempre, y que no te lo quites esta noche, cuando hagamos el amor.


                             © José Carlos Peña

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