domingo, 21 de mayo de 2017

María del Carmen Aranda: El pequeño Mourak









«Lo mejor que podemos hacer por otro no es solo compartir con él nuestras riquezas, sino mostrarle las suyas».



BENJAMIN DISRAELI (1766-1848)
Político-escritor británico







Mourak era un niño solitario que vivía con sus tíos egoístas y avaros en lo alto de una gran montaña, rodeado de oro y riquezas.

Una mañana, Mourak escuchó a sus tíos murmurar:

—El que venga a visitarnos tendrá que tener buenos caballos y eso significará que merecerán la pena, y los que no, no podrán subir jamás por esta pendiente. ¡Que se queden abajo con su suciedad, esos pobres malolientes!

Aquello le entristeció y esa misma mañana decidió seguir el curso de un pequeño riachuelo cuya agua brotaba con timidez a través de las rocas que rodeaban su gran imperio; anduvo y anduvo pendiente abajo hasta llegar al valle donde el río abrazaba al pequeño pueblo.

Tras un pequeño arbusto recio y seco, Mourak observó cómo un niño jugaba en el agua hasta el anochecer; su cuerpo brillaba tanto que parecía una estrella dorada.

De vuelta a casa, Mourak lloraba desconsoladamente ya que intentaba subir por la empinada montaña, pero resbalaba y resbalaba. «No lo lograré jamás», se decía entre lágrimas.

Al día siguiente vio a dos niños de nuevo jugando en el agua y al igual que la noche anterior, dos cuerpos dorados como estrellas salieron corriendo escondiéndose de nuevo en las pequeñas grietas que, inexplicablemente, se abrían en la montaña.

«Bueno», pensó, «algún día vendrán a buscarme. Yo no puedo subir, así que viviré aquí, entre cáñamos, espinosas zarzas y verdes árboles».

Al tercer día, tres niños dorados volvían de nuevo al río a jugar.

Repentinamente un grito en la noche le hizo a Mourak despertarse.

—¡Socorro! ¡Socorro! ¿Es que no hay ningún pobre maloliente que nos pueda ayudar y a nuestra rica casa poder de nuevo llegar? —eran sus tíos avaros y crueles que por fin habían decidido bajar a buscar a Mourak, pues ya no veían a su alrededor su apreciado oro titilar.

Todos los vecinos salieron y les dijeron:

—Lo único que tenemos y les podemos brindar es nuestra casa y nuestra amistad. La pendiente de la montaña es demasiado alta y nunca allí podríamos llegar.

—¡Oh, no! —dijeron—. ¿Aquí? ¿Quedarnos aquí? ¡Jamás!

—Yo quiero quedarme con ellos —dijo el pequeño—. Iros vosotros. Lo que arriba tenemos no es felicidad. Quiero estar con los niños dorados, saltar en el agua, pasear por el valle, jugar con los animales y a los árboles abrazar.

—¡Está bien! Tú lo has querido, serás tan maloliente como ellos y aquí toda tu vida te quedarás.

Nosotros nos vamos a nuestro reino, a lo más alto de la montaña donde ninguno de estos mugrientos pueda molestarnos jamás.

Y así lo hicieron, caminaron por extraños caminos e intentaron subir la gran pendiente, hasta que una fuerte tormenta les detuvo, dividió las tierras y se quedaron aislados, perdidos en el inmenso bosque de la alta montaña para siempre.

Dicen que en las noches de Luna llena se ven reflejadas en el río dos figuras que caminan intentando subir a lo alto de una montaña, solo poseyendo sus manos sucias y arañadas. Que cada lágrima que Mourak derramó supuso una grieta en la montaña y que eran los pequeños duendes los que deslizaban hasta el río miles de briznas de oro para iluminarle su camino.

Desde entonces, los habitantes del valle contemplan cómo grandes cascadas doradas brotan incesantes desde la alta montaña, dando a todo el que las contempla «La Eterna Felicidad».




© María del Carmen Aranda

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