Hace años mis padres me llevaron a visitar un museo de arte contemporáneo, en un lugar –tal y como se cita en el libro del Quijote- de cuyo nombre no quiero acordarme.
Y es cierto, pues no recuerdo
el nombre del museo; tampoco sé cuáles eran los afamados pintores que pintaron
los cientos de cuadros que decoraban las paredes del pasillo central ni las
adyacentes, ni qué artistas esculpieron las magníficas esculturas que componían
la galería que se ubicaba al fondo del colosal edificio que albergaba tantas
obras de arte, las cuales, se repartían por sus estancias.
En cambio no he olvidado a un
hombre de unos cuarenta años. Por lo que deduje mediante la observación
trabajaba de vigilante en el museo. Aunque a mí en ningún momento me pareció
que estuviera vigilando –salvo que lo hiciese para sus adentros- puesto que
sentado sobre una silla de madera, tenía los ojos cerrados, la cabeza echada
hacia atrás y la boca abierta como un buzón de correos.
Por la parte alta de las
esquinas de aquel habitáculo podían distinguirse cámaras de vídeo vigilancia
que enfocaban los lienzos.
Pero… ¿Si las cámaras
vigilaban las obras de arte? ¿Quién vigilaba al vigilante, que durmiendo como
estaba, parecía ser una obra de arte más?
Ahí estaba el quid de la
cuestión.
Desde entonces decidí que de
mayor sería vigilante de museo.
Aquel trabajo era una
verdadera ganga: se podía dormir a pierna suelta. Encima, como los que
manejaban las cámaras siempre tenían que enfocar las esculturas y cuadros,
puesto que en el caso de haberlas movido y descubrir el descuido del
trabajador, tampoco podrían decir ni mu porque entonces la bronca que les
caería por parte del director del museo sería descomunal… So pena de perder el
puesto del trabajo, por estar las obras por encima de las personas.
¡Ay, qué a gusto se duerme en
el trabajo! ¡Hasta ronco y todo!
Y qué bien se está: en
invierno con la calefacción y en veranito dándome el aire acondicionado en la
cara.
¡Esto sí que es vida y lo
demás son pamplinas!
© Carolina Olivares Rodríguez
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